Resumen
A la justicia se la suele representar como una mujer ciega con una balanza en la mano para mostrar que es neutral, ecuánime e imparcial, no le importa quién o cómo seas, ni de dónde vengas, no hace tratos a favor (ni en contra), trata a todos por igual. Por el contrario, ante juicios como el de la Manada (también cabría recordar la sentencia de Higui, la imputación de Marian Gómez o la absolución de la banda de los “Porkys” en México), cabría pensar que la justicia es ciega porque no reconoce las particularidades y diferencias de algunos delitos relacionados con el género (o con la raza, orientación sexual, religión o la procedencia, entre otros factores diferenciales). En su ceguera, la justicia no llega a comprender que no todas las personas nos enfrentamos a las mismas situaciones de violencia, ni podemos responder igual ante una agresión y que tampoco llegamos como iguales, con los mismos medios o la misma posibilidad de que nos crean en los juzgados. Cuando se trata a todas las personas por igual, de modo indiferente, se suele acabar perjudicando y dañando a las más débiles e indefensas, a quienes no tienen las fuerzas, los recursos o la actitud para defenderse, ser escuchadas y creídas. El símbolo de la balanza se torna entonces imposible, irreal y profundamente injusto, ya que poner al mismo nivel a la persona agresora y a la agredida ya supone un posicionamiento y una actitud que perjudica a las víctimas. Como sostiene Miranda Fricker, en su más que recomendable Injusticia epistémica (2007), la neutralidad no existe y si pensamos que somos iguales ya estamos creyendo más a unas partes que a otras y reproduciendo las diferencias, los prejuicios y las injusticias que se dan, día a día, en nuestras sociedades. […]